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Apuntes sobre el arte pop

coca-cola

 

“La fotografía es el vehículo más exitoso del mundo moderno en su versión pop, con ese empeño en demoler la alta cultura del pasado (concentrándose en fragmentos, deshechos, rarezas, sin excluir nada); sus concienzudos coqueteos con la vulgaridad, su afecto por lo kisch; su astucia para combinar las veleidades vanguardistas con las ventajas comerciales; su condescendencia pseudoracial hacia el arte por reaccionario, elitista, esnob, insincero, artificial, desvinculado de las grandes verdades de la vida diaria, y su transformación del arte en documento cultural”

Susan Sontag  «Sobre la fotografía» 

El arte pop  pretende ser accesible y esto ha originado como reacción un arte hermético y elitista. Pero ¿no son estos extremos síntomas de una falta de legitimidad?  Entre el populismo y el hermetismo, ¿es posible una tercera vía, un arte vitalista?  La pregunta de fondo es: ¿puede el arte seguir siendo arte en la sociedad de la hiperinformación?

El arte pop es ecléctico, soft, renuncia a lo trágico en favor de lo fácil. Si el arte clásico decanta el tiempo en su eternidad y el arte abstracto se recrea en su tragedia, el pop quiere ver en lo trivial el principal mecanismo del tiempo; de ahí su gusto por el contenido en detrimento del platonismo de la forma; por las fotografías, los desperdicios, los fragmentos, las marcas y otros aspectos de la vida urbana.

La catedral de Chartres cumple para si misma una función sagrada, pero a su alrededor los niños emplean sus muros como porterías para jugar al fútbol, los amantes se besan con torpeza y los camiones de basura pasan a su hora. La vida discurre. Amontonados contra una esquina del santuario, hay vasos de cerveza, latas de Monster y colillas, restos de un festival celebrado la noche anterior. Los borrachos vomitan en las esquinas y los carteles anuncian ofertas de fast food. Los turistas no atienden a estos detalles, de puro cotidianos que son, pero estos detalles constituyen, precisamente, la columna vertebral de sus vidas. Se centran en el monumento. Pero el monumento es ya un puro ejercicio testimonial, historiográfico, de comisariado, un objeto de rastro susceptible de ser vendido o, lo que es peor, interpretado.

Lo cierto es que  para ellos ya no existe nada más sagrado, más objeto de liturgia, que el kistsch que los rodea: la mezcolanza absurda e inarmónica de la sociedad, llevada al paroxismo en esa exacerbación (paradójica) de la realidad que son las sociedades en red, donde los límites se desdibujan y se enmarañan sin lógica alguna, donde la sede de la red social que almacena datos de millones de personas puede ser un deprimente edificio de mármol negro en un parque empresarial, y donde podemos encontrar un tributo a Lady Gaga en Pedrafita do Cebreiro.

Para el mundo cristiano la vida humana no era es más que un valle  de lágrimas, un discurrir penoso donde participábamos de la completud de Dios a través de la comunión de los santos. La civilización moderna puso la vida humana en primer término. El pop, último estertor de la modernidad, fue más allá: igualó la vida a lo trivial; vida y trivialidad, trivialidad y religión (sociedad de consumo), se identifican. Cantantes, modelos, carteles de Coca-Cola, latas de tomate industrial,  cadenas de fast food, discos,  quince minutos de fama, cómics, películas, series y noticias de periódico son sus fetiches; todo lo que define al desamparado hombre masa de la última mitad del siglo XX; privado del cielo y de la tierra, socializado a través de la cultura: alienado, reificado y nihilizado. Ese esclavo 2.0, dictado por sociólogos y think tanks, pastoreado por el clientelismo político, abandonado por la educación y por la iglesia. traicionado por el marxismo

El Pop es así, paradojicamente, el último estertor de humanismo en el arte. La última expresión, junto con el minimalismo, vinculada a la representación y al progreso.

Para al artista pop, la catedral está en su sitio, pero ya no es sagrada, sino solemne, ha sido despojada de su significado y reducida a la condición de imagen fría. Lo sagrado, para el pop, es el envoltorio cotidiano, esa trivialidad que acapara la mayor parte de nuestro tiempo. Trivialidad que siempre ha estado ahí, oculta en lo irrelevante, pero que la sociedad avanzada de mercado ha positivado y contagiado a todos los ámbitos: al pensamiento, la política y la estética.

El arte ha sido hecho para perdurar, pero no perdura. Cuando el tiempo no vence los materiales, oscurece las obras con interpretaciones sucesivas que dificultan su lectura, o las hacina en museos que son depósitos de cadáveres. El arte quiere durar, pero no lo consigue. La trivialidad mata a lo sagrado o arrastra a sus dominios. Dicho de una vez: lo único sagrado, digno de adoración, es lo trivial.  Esta parece ser la filosofía del arte Pop.

Cuando se aisla dentro del marco de un cuadro o de una fotografía, la trivialidad deja de ser tal al ser sustancializada: se transforma en algo digno de conservarse, de ser interpretado, categorizado, topografiado. El objeto es decontextualizado, rescatado de la aterradora e irreparable disolución del tiempo y expuesto ante todos. Este es el mecanismo del arte pop.

Sin embargo,encontramos que lo trivial no es una sustancia, sino una degradación de lo bello: un resto,un surco, un mal cálculo o un lamentable accidente. Lo trivial existe en cuanto refiere a algo que no es trivial en absoluto. Los Happy Meal de McDonald´s  subsisten porque refieren a los héroes y aventuras  de las películas Disney,  las escobas y productos de limpieza del Teatro Real tienen sentido en cuanto refieren a la ópera en cartel, y los preciosos papeles de regalo y envoltorios que se apilan en la basura el seis de enero están ahí porque  refieren la aspiración del consumidor al glamour.

Desaparecido el referente sublime, desaparece la trivialidad que lo rodea. Lo trivial es, entonces,  una forma de no-ser, de ser subordinado. Triviales son los desperdicios de una fashion week que se apilan en un callejón trasero, trivial es el humo que exhala un tubo de escape cuando arranca una limousina, trivial es la alcantarilla que desagua frente al Thyssen Bornemisza, los carteles electorales, pálidos y amarillentos, que  subsisten en las tapias tras una convocatoria electoral. Desligado de su referente sublime, lo trivial subsiste por opacidad, por su falta de significado estético y se propaga por arbitrariedad inercial. La sacralidad de lo trivial es, precisamente, su falta de ella. No hay categoría estética en lo trivial, sino un punto ciego, y ni siquiera hay estética: nada.

La relevancia de lo trivial sólo puede venir, entonces, de la ironía, de dejar ver el abismo que separa la realidad de nuestros sueños. Y eso hace la cultura Pop.

Sin embargo en el objeto trivial, en aquello que fue sin ser apenas advertido, se cifra el misterio de la temporalidad: la nada es un vacío que se llena con cualquier cosa, que opera por fagotización y se expande apropiándose de lo que le sale al paso. Ahí radica su fuerza. La nada es la fuerza de lo trivial. Por ello, la trivialidad y los triviales, los vulnerados y erráticos, los huérfanos de sentido en suma, constituyen la principal fuerza transformadora, los constructores de la la historia ¿No es la historia hegeliana, al fin, el despliegue de la nada?  ¿No es la Marilyn de Warhol el cadáver de la vida?

Varados en un tiempo en el que los émbolos de la historia parecen haberse detenido. Nos encontramos en la era de la nada, en el culmen del vacío, que es lo mismo que decir del hombre subsidiario, y la estupidez formidable. El arte que tenemos no es sino el eco de este vacío. Necesitamos ahora, más que nunca, conjurar las fuerzas, invocar a Dionisio. Queremos devolver la vida a primer término. Recuperar la originalidad, la mirada, el contraste y la pícara inocencia. Espabilar al héroe dormido. Queremos ser la anti-nada, la sustancia opositora.

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Perdón por la tardanza

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Que no cunda la dicha en el vecindario. Las enfurruñadas viuditas ya estamos de regreso para ajusticiar los entuertos de la mala rima. Aquellos talentos oprimidos por el aldeanismo cultural ya pueden dormir tranquilos, pues nuestra guardia pretoriana ronda de nuevo las calles de Compostela. Aunque estemos calladas, sepan los malandrines poéticos que, como el pulgón verde, hemos arraigado en la cosecha y no nos pensamos ir ni con infusiones de cebolla.

Pero, ¿quiénes somos realmente las viudas? Somos un grupo de filólogas de diversas partes de Galicia sin ninguna querencia especial por la crítica cultural, pero cansadas de la indigencia del panorama a este lado del Mississippi. Actualmente residimos en Santiago de Compostela, juntas, quién sabe si revueltas, con nuestros gatos, nuestros libros y nuestros tuppers con tortilla de nuestra madre.

Con nosotras colabora un filólogo clásico (el hijo); único nabo entre tanta berza.

Como nuestras ocupaciones son múltiples y además nos gusta la fiesta casi tanto como sacar la lengua a pasear en torno a una mesa camilla, hemos estado un poco fuera de onda estos meses.  Os juramos por Snoopy que volveremos pronto.

Han sido tiempos duros para nuestros avinagrados culos, muchachas y muchachos. A trabajillos esporádicos y mal pagados se han sumado todo tipo de amenazas a nuestra persona: de muerte, de excomunión, de perpetua soltería. Nos han llamado amargadas, envidiosas, pedantes y, en definitiva, han venido a decir que somos unas zangolotinas y unas zopilotas, por usar términos que todo el mundo entiende.

Sin embargo, la guerra no ha terminado.¡Ay de aquellos paletos letraheridos que se autoenvanecen al deletrear sus amoríos de tercera! ¡de los rapsodas de la olla podrida! ¡de todas esas divas campanudas que gustan de figurar en este tipo de florilegios! ¡Vade retro! ¡Zape!

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arte, conceptual

Avelina Lésper

Avelina Lésper

«La retórica que legitima actualmente las obras es una mezcla de todo, de panfleto político y social, de luchas de género, de psicoanálisis. Cada idea de moda y cada tema de moda se incorporan a esa retórica y a las obras. Las obras sobre redes sociales, internet, feminismo, etcétera, son legión. Nunca el arte había sido tan panfletario, tan saturado de buenas intenciones, tan moralista. Las obras actualmente son objetos cargados de eslóganes, como los eslóganes de las oenegés o de los partidos políticos. El arte VIP es, al mismo tiempo que frívolo y banal, ideologizado. La demagogia de estas obras se ve en que, al mismo tiempo que muestran esa cara de ideologización, no consisten sino en un capricho del mercado.»

En: http://bit.ly/1NWdZml

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actualidad, poesía

JUAN BELLO: hogueras en el bosque

 

Juan-Bello-Sánchez

 

Juan Bello (Santiago de Compostela, 1986) ha publicado El futuro es un bosque que ya ardió en alguna parte, libro por el que recibió el IV Premio de Poesía Joven «Pablo García Baena»y Todas las fiestas de mañana, VI Premio de Poesía Joven RNE.

Bello nos regala unas imágenes líricas, al tiempo que inteligentes; atributos que, unidos, devienen en una permanente sugerencia. Es inevitable al leerlo sufrir una zancadilla cada pocos versos, sentirse víctima del escamoteo de un mago que nos arrebata un sentido para devolvernos otro.

Bello es un gran poeta porque acierta en la diana: no echa mano de circunloquios, confesionalismos impertinentes u oscurantismos impropios. Dice lo que tiene que decir, y lo hace con la imagen precisa, sin otorgarle demasiada importancia a su acto, como quien anota un recuerdo al margen de un cuaderno.

Así, nos encontramos con versos breves, sencillos e intimistas, que consiguen suscitar interrogantes, vértigos de verdad. La voz remolona del poeta, como el rumiar somnoliento de un adolescente, hace de la metáfora, la personificación y la comparación sus principales herramientas. Y con ellas factura poemas de una ingenuidad y desaliño solo aparentes, pues denotan abundante reflexión previa.

En ocasiones, las imágenes son tan sugerentes que alcanzan la greguería:

El horizonte alarga el mundo como un teléfono descolgado («La noche se mueve como un bosque»).

Cada mañana el sol se traga su orgullo («Sin título #1″).

El mundo crece hacia el pasado  («El futuro es un bosque que ya ardió en alguna parte»).

De sus influyentes, Gómez de la Serna o Benjamín Prado, Bello ha aprendido que la poesía debe plantearse como un juego, que la verdad puede estar a la vista de todos, como el mundo ante los ojos de un niño. La hermenéutica es un aparataje prescindible cuando el sentido se hace y se deshace, se pierde y se reencuentra a cada rato, del mismo modo que el niño monta y desmonta su mecano. Un poema no es un poema si no nos conduce hacia un tesoro o nos regala una llave.

Y es que Juan apila imágenes como si amontonara cubos en el suelo de su cuarto infantil. Lo sabe y no le importa. Sus poemas,como confesiones de un hombre tímido, notas al pie de un otoño o post-its clavados en el corcho de la primavera, son exponentes de una nueva lírica digital: la conmoción pasada por el filtro de la accesibilidad, la interactividad y el mundo blogging. Iluminaciones a la medida de Twitter. Fragmentarismo que se nutre de deslumbramientos.

Un yo anónimo, trasmutado en usuario; usuario de una realidad que, no por ser cada vez más virtual, ha dejado de ser tan bella y tan fugaz como nos tenía acostumbrados. Ahí están, una vez más, el atardecer, los pájaros, la confidencia (vértigo previo al amor), las calles vacías, la noche y los trenes que se van. Ahí siguen, como tópicos malditos condenados a repetirse, y ahí seguimos nosotros, dando testimonio, aunque sea en 140 caracteres.

La necrosis del repertorio tradicional de símbolos líricos (el mar, la noche, los pájaros, la lluvia y, por supuesto, el atardecer), agostados por tantos poemas de énfasis, por tantas declamaciones y egos vanos, no nos debe hacer olvidar su estatus de eternidad. ¿Puede hablarse de algo que no sea el amor, la noche, el cielo…?  No podemos: a pesar de todo, debemos seguir velándolos, aun como cadáveres, porque estamos atados a la vida, como un ahogado a la piedra que ha de hundirle. En palabras del poeta:

Quisimos salvarnos del cielo. Y el cielo nos alcanzó. Y renegamos del mismo cielo. Quisimos salvarnos del océano. Y el océano rompió nuestros cuerpos. Y tú lloraste lágrimas de sangre. Quisimos salvarnos del día. Y el día nos concedió unos ojos. Y lo que vimos fue tan real que solo quisimos ser ausencia, ausencia de nosotros.

Los supervivientes del Titanic»)

Juan parece haber entendido que, en tiempos de desencanto cibernético, debe evitarse la tentación reaccionaria (neo-barroquismos, amaneramientos académicos) tanto como el solipsismo atrofiado y la ideología de bajos vuelos: hay que comprometerse enteramente con la poético. Solo cabe, entonces, preñar la imagen de imaginación y reintegrarla de manera aséptica, desapasionada, como gusta a los santones de la información. Vivificar de  sentido esas imágenes que, a fuerza de pornografía y escatología, han terminado por volverse opacas. Este reencuentro con lo dionisíaco lo enfoca Bello desde un espíritu lúdico: los dados nieztscheanos que muestran una cara y la opuesta en la siguiente tirada; un verso trivial, seguido, con la misma naturalidad, de un alumbramiento, un repente lírico o una paradoja metafísica. El sentido que gusta de esconderse, de coquetear con los extremos sin tocarlos nunca.

Ahí tenemos el uso expresivo que hace de la redundancia: al poeta le fascinan siempre las mismas cosas; aquellas de todos los días que no por repetirse pierden fulgor: casas, avenidas, cielos, árboles y charlas de café. Su punto de vista parece el de un simple transeúnte que se conformara con lo que ve al salir de casa y que nunca dejara de conmoverse con ello. La mirada se posa sobre lo ya visto y lo redescubre. Espíritu pimenteliano pasado por la imaginación creacionista de Huidobro.

La luna impertinente. Su quemadura.
El gallo de la mañana.
La claridad que es un niño desnudo.

Regresar con el frío en las manos.
Como un gorrión.

Esconder los pies
para no aprender el camino.
Acostumbrarse a llamarlo hogar.

Pero, sobre todo, Juan Bello es un poeta claramente pop: no solamente por sus influencias culturales, más o menos notorias (la lírica de raíz dylaniana está siempre presente en sus descripciones, como un continuo Desolation Row), sino en su iconografía: la valorización de lo cotidiano y hasta de lo vulgar; la redundancia, casi seriada, de las imágenes, el tono confidente, desprovisto de cualquier afectamiento.

En Bello reconocemos el aroma de nuestro tiempo y, cosa rara, nos seduce: nos salva del hipercriticismo, la desorientación y la melancolía dominantes. Frente a la mímesis, la impostura y el miedo al genio del panorama poético actual, los versos de  Juan nos devuelven la fe en la mirada.

Juan Bello es poeta porque tiene las claves, conoce las puertas del castillo y sabe llevarnos a la sala de los tesoros.

El silencio perfecto de la noche.

Como una playa desierta.

Su vocación de ansiolítico.

El mar doblado. Y miro
el niño que fui.
Y el niño que fui me mira.

Los dos estamos solos.

 

 

 

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narrativa

El Intelectual de la Gramola

Gramola

Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que haya vivido, y voy durando, entre el escritorio y la fisiología, en un estancamiento íntimo del pensar y del sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación.

Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

 

Los perdidos, los que estamos solos, los que no sabemos nunca a dónde vamos, almas en pena Preguntoiro arriba, almas en pena Huérfanas abajo… Todos, en nuestros peregrinajes, al torcer por esta o aquella esquina, trajinando en silencio –oficio de tinieblas- nuestras hieles, nos hemos preguntado alguna vez quién es el Intelectual de la Gramola.

Si hay un arte del café, si existe un magisterio de la terraza, si uno puede diluir su paseo en la maraña lírica de los atardeceres con el gesto y el paso exactos, esto lo conoce a la perfección el Intelectual de la Gramola. Si nuestra vida de míseros amanuenses es oscura –y oscuros son los designios de la Viuda-, la suya, que transcurre a nuestro lado pero sin tocarnos, es un misterio. Tan solo un gesto delator en su mirada, algo en su forma de andar que indicase cierta dirección, cierto sentido, trajín vivencial, mero vestigio humano… Pero no: nunca se sabe a dónde va, de dónde viene, cuánto tiempo le queda.

Su paseo, cuando lo comparamos con el nuestro –flaneurismo diletante- es infinitamente superior en vocación, estructura y lenguaje corporal: es el paseo brummelliano que en vano falsearían los poetas del XIX, los más suicidas, los más enamorados, los más adictos al paisaje y a la nada. El absoluto logrado de sus pasos pone en evidencia la torpeza de todo advenedizo que quiera hacerle sombra; se trata de algo intangible, difícil de definir, algo que media entre el cuerpo y el espíritu, sin ser ni lo uno ni lo otro: tal vez el diálogo entre ambos, cuando este último se substancializa en una suerte de volatilidad, maridado consigo mismo en un ser de lejanías, inscrito siempre en el umbral de lo posible, sin cruzarlo jamás.

Ávidos de dandismo, inútiles totales para el trabajo, los hijos de la Viuda nos empeñamos una y otra vez en perseguir por ahí a este sujeto, y es que si algo nos importa es lo pintoresco, lo genuinamente raro. Lejos de capillitas y de certámenes, de simposios y procesiones compostelanas, de conciertos de jazz a la luz de la luna, el Intelectual de la Gramola no tiene interés, aparentemente, por nada. Lee el periódico a diario, es cierto, pero qué le importa la actualidad al Intelectual de la Gramola. Observarle pasar las páginas, sorber el café, sentarse o levantarse para pagar, es caer en la noche oscura de todo acto, es el vértigo pascaliano de los espacios infinitos, es la negación, en fin, de todo evento parroquial.

Pasan los años y nada cambia: los mismos paseos por el Vilar, la Rúa Nova, la Quintana en penumbra de media noche. Se le ha visto también en el Olvido mirando fijamente el laberinto. En torno a él se habla de literatura, se escribe, se declama, se montan tinglados de toda índole, y los figurones locales apuran la ebriedad del triunfo. Hay una vida cultural en esta ciudad, hay gente que lee, que piensa, que tiene algo que decir. Cuando se da una conferencia sobre Cortázar, cuando viene un catedrático sueco a la ciudad, cuando se presenta un libro de poesía o se contrata a un cuarteto de cuerda para que toque La muerte y la doncella en el Paraninfo de la Universidad, o incluso cuando se lee en alto esta divagación nuestra sobre su persona… El Intelectual de la Gramola no está allí, no ha estado nunca en ningún sitio. Nuestras palabras, circunloquio absoluto, semblanza que en vano pretende dar un sentido a su existencia, ni siquiera lo tocan. No soliviantan al Intelectual de la Gramola las entretelas de los seminarios.

Digámoslo de una vez: el periódico al revés de este sujeto, su café puntual y en silencio, es todo lo que cabe anunciar a los transeúntes, a los turistas, a la turba infame de los veranos con sus chancletas y sus prisas. Cronista de sí mismo, caminante de un espacio que solo él pisa, nada turba sus ojos reclinado en Cervantes. Si solo el hecho estético, la contemplación y la distancia pueden saciar la sed que nos habita, nosotros, los que estamos solos, los que estamos perdidos y nunca sabemos a dónde vamos, entendemos –queremos entender- esta pasión solitaria del Intelectual de la Gramola. A través del espejo, enfundado en su americana color claro, le hemos visto de pasada, le hemos mirado de soslayo. Y, al hacerlo, hemos creído comprenderle. Pero nosotros, redactores y esclavos de la circunstancia, cronistas efímeros, prosistas pretéritos de la Viuda, llevamos el siglo a cuestas, y con él la lluvia, la vida, la vorágine.

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actualidad, narrativa

100 años del nacimiento de Camilo José Cela

Cela

 

Hoy, miércoles 11 de Mayo, se cumplen 100 años del nacimiento de nuestro paisano y escritor Camilo José Cela, marqués de Iria Flavia y narrador imprescindible de la post-guerra española. Autor de obras tan señeras como La Colmena o La familia de Pascual Duarte.

Su trayectoria comprende todos los géneros y está plagada de galardones, el más importante de los cuales fue el Premio Nobel de literatura del año 1989. El lema de Don Camilo era: «el que resiste gana», el cual aplicó toda su vida. «Con frecuencia pude hacer más veces lo que quise que lo que me dejaban hacer; todo es cuestión de aferrarse a una idea o a un sentimiento y no cejar ni un solo instante en el firme propósito de no abrir la mano jamás», declaraba en sus memorias.

Tras trasladarse a Madrid desde su Galicia natal, es internado en el sanatorio del Guadarrama, aquejado de una tuberculosis pulmonar. Este período de reposo le sirve para sumergirse de lleno  en la lectura de Ortega y la colección de clásicos españoles de Rivadeneyra.

Inicia la carrera de Medicina, pero pronto la abandona por la de Filosofía y letras. Allí traba contacto con Pedro Salinas (a quien confía sus primeros poemas), con el filólogo Alonso Zamora Vicente, Max Aub, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros destacados intelectuales.

Termina su primer poemario, Pisando la dudosa luz del día (verso de la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora) en pleno asedio de Madrid. Durante la contienda, es herido y hospitalizado. Ya en la década de los cuarenta, termina su primera novela, La familia de Pascual Duarte, que goza de gran éxito de público y sufre los ataques de la jerarquía eclesiástica.

En 1944 se casa con María del Rosario Conde Picavea y alumbra Viaje a la Alcarria, libro de viajes sobre su peregrinar por este enclave manchego. Tras muchos forcejeos con la censura peronista,  en 1951 se publica en Buenos Aires otra de sus grandes obras: La Colmena, prohibida en España. Posteriormente, en 1954 Cela traslada su residencia de Madrid a Palma de Mallorca, donde dirige la publicación «Papeles de Son armadans»

En 1957, ocupa el sillón Q de la Academia Española. Su discurso de ingreso versa sobre la obra del pintor Solana. En 1962 Picasso ilustra Gavilla sin fábulas de amor y dos años después es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Siracusa.

Cela toma parte activa en la redacción de la constitución de 1978. A él le debemos la enmienda según la cual el idioma oficial del Estado es el castellano o español. No es hasta 1983 que aparece la Mazurca para dos muertos, por la que consigue el Premio Nacional de Literatura.

Tras el Príncipe de Asturias, su obra se ve jalonada con la obtención del premio Nobel en 1989. Su discurso ante la Academia Sueca se titula: «Elogio de la fábula». En 1995, a su palmarés se suma el Cervantes, el mayor galardón en lengua castellana.

El día de su octogésimo aniversario, el escritor es nombrado por Juan Carlos I «Marqués de Iria Flavia» bajo el lema «el que resiste gana». Su última novela,»Madera de Boj», es un homenaje a los gallegos de la mar.

Personaje poliédrico: popularmente conocido por su extravagante anecdotario y su fuerte personalidad, colaborador  del régimen franquista, trabajador infatigable y literato de talla universal. Las viuditas recordamos al finado don Camilo con un sonoro y armonioso pedo, como a él le hubiera gustado.

 

 

 

 

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actualidad, poesía

LA POETA KALI FERRÁNDEZ, premio Gloria Fuertes de poesía

 

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El pasado 2 de abril la poeta ferrolana Kali Ferrández resultó ganadora del XVII premio Gloria Fuertes de poesía con su libro «Godot nunca lo dijo». El jurado estuvo formado por Javier Lostalé, Ana Rossetti y Marta Porpetta.

El libro ganador será publicado en la colección Gloria Fuertes de Ediciones Torremozas.

Actualmente, Kali Ferrández estudia filosofía en la Universidad de Santiago de Compostela y frecuenta los ambientes poéticos de esta ciudad.

Enhorabuena a la galardonada.

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actualidad, poesía

PRELUDIO A LA CEGUERA,de Javier Rodríguez González

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Calificación de la Viuda: 6/10

Eurisaces nos trae los versos del poeta orensano Javier Rodríguez, en una cuidada edición bilingüe en rústica,  con prólogo de Luz Pozo Garza y epílogo de Ramón Cao.

Se inscribe Rodríguez en una poética del silencio, cercana a poetas como Ángel Valente, Octavio Paz, Hugo Mújica o, de manera más retrospectiva, a los místicos del Siglo de Oro. En palabras de George Steiner, mentadas por Cao en su epílogo: «las fronteras del lenguaje colindan con otras tres realidades: la luz, el silencio y la música.»

El poemario se divide en siete breves conjuntos: «Calafell», glosa y homenaje a Carlos Barral, «Lux Beatissima», «Angosta Lira» (sintagma de los «Sonetos a Orfeo» de Rilke), «Homenaxe»  (dos poemas en gallego: un tributo a la Venecia de Pound, Rilke y James y otro a Hölderlin), «Antífona» y «Preludio a la Ceguera», sección que titula el libro, dividida esta, a su vez, en: «Eternidad en Vilo» (verso de Jorge Guillen) y «La luz que vendrá».

 

Nos encontramos ante unos versos despojados, que oscilan entre el oscurantismo metafísico y el repente lírico («todo es presente, / mi única certeza es el silencio / abrasándose en mis ojos / y la ilegible luz / que enmudece ahora / bajo la ebriedad de la escritura / y me lleva consigo / hasta el cuerpo nativo del crepúsculo»). Poesía  de epífanías y de instantes irrecuperables («di ahora el nombre exacto / de aquel fulgor que ya no existe»), Rodríguez desarrolla una dialéctica entre silencio y lenguaje; un  intento, siempre claudicante, de nombrar lo inefable. La vida es contemplada como un fluir que apenas nos toca, pero del que nos queda siempre un poso: el presente rescatado (la «Eternidad en Vilo» guilleniana).

No soy demasiado partidaria de la poesía del silencio. Entiendo la escritura como un acto de afirmación vital, de consecución y constitución; me  gustan la complicidad y el distendimiento. En general desconfío de las iluminaciones y de las noches oscuras del alma. Salvo que se posea el talento de un Fray Luis o de un  San Juan de la Cruz, suelen ser puro onanismo.

No obstante, la opinión de las viudas no es relevante a la hora de afrontar la reseña de un libro: la tarea crítica consiste en situarse en la perspectiva del escritor (cuando hay tal escritor), identificar sus objetivos y evaluar en qué medida ha conseguido alcanzarlos disponiendo sus recursos. No se trata, luego, de hacer una crítica «favorable» o «desfavorable», términos siempre reduccionistas, sino de perimetrar lo que la obra es de acuerdo a su fin: no más de lo que es, pero tampoco menos.

En Javier Rodríguez podemos decir que hay un escritor (y en otra entrada desarrollaré lo que, a mi juicio, hace que un escritor sea un escritor y no simplemente alguien que escribe). Su poemario es acertado en general: hay en él sensibilidad, talla poética e inteligencia; solo le falta pulimiento y afinar más algunos aspectos.

Encontramos estrofas conmovedoras. Refiero algunas:

«Asumir los penúltimos castigos, / las terribles usuras del tiempo, / que se ha derrumbado la vida, / que se evapora la infancia / irrevocablemente.»

«Ahora la noche entreabre sus pulsos, / fluye tu voz sonámbula / bajo mis párpados.»

«En su vuelo se engendra la transparencia, / y su canto yace abandonado / sobre la ceniza de mis labios»

«Solo sé que el tiempo se pierde sin memoria / en el aria fúnebre de las espigas (digno de antología)».

«Contempla este resplandor / que solo ha nacido / para morir entre tus manos.»

El mejor poema, sin duda, es el titulado «Venezia» del libro «Homenaxe», una bonita evocación de la ciudad de los canales al atardecer.

Sin embargo, el conjunto del poemario se ve un tanto empañado por la sección «Antífona», dedicada a la música, mucho más ramplona. Hay aquí un desmayo excesivo de la voz, fruto tal vez de un arrobo ante la  experiencia musical no corregido lo suficiente por la técnica, e imágenes torpes («herido por el rumoroso resplandor de tu carne», «es la música, / es la impalpable armonía sumergida / en los confines del bosque, / es la lava que nos absuelve del olvido […]»).

En general, percibo cierta monotonía léxica, una repetición algo excesiva de la estructura sustantivo-adjetivo calificativo  («arrecifes estigios», «pies sonámbulos», «penúltimos castigos» , «terribles usuras», «destellante verano», «oscura combustión», «vórtice oculto», «rumoroso resplandor de tu carne», «ígnea bruma», «tensa nostalgia», «críptica prosodia», etc.), y un abuso de metáforas y personificaciones, no siempre brillantes («entrañas de la noche», «ebriedad del mundo»,»cántaro de silencio», «árboles desangrados», «nocturnos gemidos de la nieve», «el lenguaje se desangra»…), más propias, a veces, del género ensayístico o filosófico que de la poesía.

Lo mismo ocurre con conceptos comodín, como «significado», «luz», «transparencia», «tiempo» o «ser», demasiado generalistas como para tener vuelo lírico, y que aparecen en buena parte de los poemas. Esta clase de recurrencias son típicas, no obstante, en este tipo de poesía filosófica.

También he detectado inflamación excesiva en algunos tramos, lo que sugiere una impostación de la voz por momentos: («escribir, / volver / a la oscura región del llanto», «Es este cuerpo que brota de pronto / en la vastedad del crepúsculo / mientras el día se extingue ante mis ojos / como un pájaro entregado a la muerte / que aún pervive con fe en la cumbre de su canto / y se entrega obstinado a los estertores del ocaso.»). Muchas veces, el poeta se refugia en palabras tópicas y en su reverberación («tierra», «olvido», «atardecer», «desolación») para dar más solemnidad a lo narrado. Pero estas palabras, de no colocarse adecuadamente, lucen  hueras y efectistas y, en el caso del poemario que nos ocupa, se abusa un tanto de ellas.

Por momentos tiene una la sensación de asistir a un oscurantismo sin norte, que, entre tanto éxtasis monótono y fuego fatuo, termina por recalar en lo obvio («Reescribir el instante, / grabar sobre la página desnuda / la incesante presencia, la descarnada verdad, / el rostro inaudible / del relámpago / que alumbró entonces tu mirada»)  cuando no en una impotencia elevada a los altares («El silencio se encarna en el poema, / lo indecible, / lo innombrable […]»). Acaba aburriendo tanta inefabilidad sin imaginación, la falta de riesgo y la ausencia de un aporte poético real.

Y es que en poesía se tiende a tildar de profundidad lo que en ocasiones es simple extravío. Las reflexiones metapoéticas reconcentradas, de profesores que no se sacan el vicio de la filosofía, a esta servidora le resultan un coñazo.

En definitiva, nos hallamos ante un libro con hallazgos felices, pero también algunas irregularidades que el poeta, seguro, sabrá solventar en el futuro, pues demuestra tener cualidades. Javier, muchacho, un seis para ti, y pasas a la siguiente fase.

 

 

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RECITAL DE POESÍA Y MICRORRELATO EN CALDEIRERÍA 26: knocking on heaven´s door y la madre que lo parió

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En Viuda e hijos siempre andamos a la caza de recitales, exposiciones, ciclos y demás saraos del mundillo cultural de nuestra amena y santa ciudad. La mayor parte de las veces, para desaguar nuestra bilis y resarcirnos de nuestras escasas perspectivas de futuro, echando por tierra la ilusión ajena. Bien, lo confesamos, somos unas viejas arpías. No paséis frente a nuestro visillo o vuestros defectos serán fustigados de manera inmisericorde.

Aclaramos que la Viuda es, entre otras cosas, una página de crítica libérrima; es decir, para entendernos: soltamos lo que nos sale del chichi. No seguimos patrones de crítica académica, sin duda, más ecuánime y justa, pero que, francamente, nos aburre. A nuestra provecta edad, cansadas como estamos del luto y amargadas por no encontrar marido rico que sostenga nuestra vejez, no nos sentimos con ganas para esos trotes. Preferimos echar una brisca en la cocina, tomar chocolate con churros y comentar despropósitos de la vida cultural compostelana.

Estos últimos meses hemos asistido al bar Caldeirería 26, donde algunos martes se celebra un recital poético frecuentado por aguilillas y estudiantes; la mayoría, como es de recibo, movidos más por el afán de arrimar cebolla que por un espontáneo gusto por la poesía. Y es que, por muy desenfadados y populares que suenen los complementos del tipo “canalla”, “na rúa”, “popular” o “aberto” (y que alguien nos explique por qué esto es un valor añadido, por qué la poesía se ha vendido como una puta al populacheo más simplón y se dedica a ir de paladín de causas justas por toda clase de recitales), es sabido que el objetivo de estos guateques ha sido siempre hacer de figurón, cuando no poner la caña a pescar.

Los actos de esta clase suelen pecar de teatralidad, complacencia, amiguismo y amateurismo; nada nuevo, por otra parte, en el mundillo de las letras. Muchos poetas en ciernes acuden a estos recitales para aliviarse de la presión crítica, sentirse arropados e intentar darse a conocer, con la seguridad de que siempre recibirán algunos aplausos, aunque sean de cortesía.

No obstante, los recitales son un simple medio; no hay, por tanto, nada que objetar al hecho de que se celebren. Lo que de verdad hace que esta comentarista y sus cofrades derramen lagrimones de vergüenza ajena es escuchar algunas de las cosas con las que ciertos rapsodas de postín nos deleitan, sin rubor, cada martes.

Que otros se encarguen del trabajo de archivo, de analizar cada poema y fijar una evaluación objetiva. Nosotras pasamos del asunto porque,  salvo en casos específicos, en la crítica que nos ocupa consideramos que no merece la pena, tal es el grado de diletantismo. Nuestra dedicación sobrepasaría, con mucho, el esfuerzo del propio poeta.

El crítico identifica las claves del escritor y evalúa en que medida ha conseguido sus propósitos. Para que haya crítica tiene que haber, pues, primero, literatura, y en Caldeirería lo que encontramos son peroratas, opiniones y mamotretos pseudofilosóficos en el mejor de los casos. En el peor, frases de autoayuda, reflexiones sentimentales y canciones de amor. No hay claves, no hay escritores. Literatura? Ni en pedo.

No estamos dispuestas a perder nuestro valioso tiempo analizando en detalle a los que, consideramos, son oportunistas, no poetas de verdad, por más que se intenten vender como tales. Lo que aquí mostramos es un fresco de nuestro panorama local, aunque podemos suponer que en todos los recitales de España abunda esta clase de personajes.

En Caldeirería 26 encontramos ejercicios absolutamente ególatras y autocomplacientes: una verborragia amateur, atacante y pretenciosa; una poesía adolescente, con un indigente conocimiento de la tradición y nula técnica.

En Viuda e hijos podemos tolerar muchas cosas, pero somos alérgicas a los oportunistas y a los juntapalabras con ínfulas, y estos, por desgracia, abundan en Caldeirería. No son todos: al recital asisten algunos poetas buenos y, en algunos casos, reconocidos -curiosamente, son los que muestran una actitud más modesta y los que menos atención acaparan. Poetas que comprenden que la poesía no consiste en escribir lo que te salga de la chorra en frases muy cortas dispuestas en columna, para después leerlas con cara de corderito degollado ante un público complaciente-

La Viuda censura a estos personajes que solo buscan dejarse ver y agasajar su ego. Hablamos de los Hugos Reines, las Broken Roses, las Navias Rivas, los Carlos Botanas, las Araxieles, las Petronilas y, en fin, de todos aquellos que, con su inmadurez y mediocridad, fomentan la poesía como un mundo donde el narcisismo, la presunción y el grado de victimismo y/o buen rollismo parecen ser los únicos valores.

Ah, y a ellos les decimos: hacednos un mínimo favor; aunque sea por higiéne estética, no os pongáis esos nombres, mitad seudónimos literarios mitad nicks del IRC, si queréis ser tomados mínimamente en serio. En el mejor de los casos, parecéis señoras menopáusicas en un taller de escritura y, en el peor, se diría que acabáis de salir del ranking de puntuaciones del Candy Crush. Cuando leímos en un cartel el nombre de “Hermelinda Tierradulce”, sufrimos una subida de azúcar que disparó los niveles de bilis hasta afectársenos gravemente el bazo que regula la vergüenza ajena (nada, sin embargo, comparado con el corte de digestión que nos provocó el ver su espectáculo). Acabaréis por llevarnos a la tumba.

Un micrófono y un escenario dibujan siempre una distribución impositiva del espacio (sermoneador / sermoneado) que no nos gusta un pelo, porque el ponente termina por dirigirse al espectador como si este fuera idiota y estuviera en disposición de tragarse cualquier cosa como una verdad revelada. Por más buen rollo y distensión que se le ponga al asunto, un recital termina convirtiéndose en un mitin por su propia concepción del espacio y, por consiguiente, en un tablao de lucimiento para oportunistas.

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LIRISMO FACILÓN. / PARA MUESTRA UN BOTÓN.

Creemos que se debe buscar la complicidad, no el anodadamiento, y también creemos que hay que suponerle inteligencia al auditor. La mejor manera de hacerlo es permitiéndole tomar el poema por sí mismo; no tratar de impartirle lecciones desde un atril ni de llegar a él por medio de histrionismos como si fuera un bebé en la cuna. Ello solo genera hinchazón del yo y opacidad. La poesía no es una puesta en escena, sino, ante todo, un modo de ser natural.

Esta concepción del espacio propicia, de entrada, el primer vicio de estos fariseos: las ínfulas.

Nos encontramos con que estos sedicentes poetas de todo saben y de todo entienden. Se suben a la tribuna y parecen sentar cátedra de cualquier cosa que se les haya pasado por la cabeza, aleccionando al público con un popurrí de temas mil veces sobados por la progresía más autocomplaciente: que si el amor -narrado siempre con falsa inocencia-, una lucha que desalienta, lo maravilloso de compartir la poesía, we can together, tú y yo desnudos sobre la arena, la importancia de sonreír, solidaridad con los pueblos oprimidos de la tierra, Segunda República, Galeano (no puede faltar), García Lorca, etc. Todo en su versión más light y facilona.

Cualquier persona con un pensamiento algo extenso sabe que todas estas historias no son más que tópicos en el mal sentido de la palabra: cosas que no son ni tan así ni tan asá convertidas en opiniones petrificadas que el mal poeta emplea como armas arrojadizas contra su público. Y el público, que es inteligente, pero no es tratado como tal, traga. Así, en vez de moverse por esa ingravidez lírica que emana de las cosas -territorio de lo poético-, de atender al leve pormenor -ese llevar el alma en volandas típico del buen poema-, el ponente se dedica a soltar peroratas desde su altavoz. Nada más detestable , más moral e ideológico,  que la poesía que espera, sin más, ser asumida; el arte compuesto de sloganes y buenas intenciones.

Todo esto delata lo aficionado de estos escritores, el grado de impostura y la falta de imaginación, porque, además, resulta muy poco creíble semejante dechado de bondad, semejante grado de conciencia y necesidad de expresión en unos nenes criados en las confortables últimas décadas de la sociedad española; nenes que, al fin y al cabo, no han debido de sufrir nada excesivamente acuciante en su vida.

Este éter de buenos sentimientos del que todo el mundo en la sala parece embriagarse, de resultas, no es más que un escaparate para la chiquillada juntapalabras; esa que recorre recitales y timbas poéticas como si fuera una estrella del rock, recibiendo aplausos y palmaditas en el hombro por doquier. Todo cabe en la miscelánea; los nenes quieren tocar todos los palos: la poesía, la performance, el ensayito inane, la canción, el estado de Facebook o, directamente, todo junto. Si es con moralina sociopolítica (poner cinco minutos al horno), mejor. Por supuesto, nada de autocrítica. Al fin y al cabo, los chicos tienen que expresarse, los pobres. Trabajar un poema durante horas puede ocasionarles una hernia discal y quitarles tiempo de canturrear en recitales.

Y es que estos chicos son maravillosos, hacen de todo. Están en todas las meriendas, promoviendo la “kultura” en charlitas y espacios abiertos sin cuento, siempre a la caza de la pose; siempre compitiendo a ver quién se duele más por su gente y quién la tiene más larga.

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OTRA MUESTRA DE GENIALIDAD.

El porque yo lo valgo es continuo. No importa que uno no sea nadie en nada; en la era de Internet, uno se autoproclama. Basta poner cara de circunstancias, esbozar un par de líneas en una servilleta, acceder al micrófono y el cualquiera se ha convertido, de pronto, en una autoridad; aún más, en todo un sacerdote. Desde su tribuna, el oportunista invoca una gravedad que, de otro modo, no existiría ni se le otorgaría. El público escucha solemne, fingiendo que le interesa el sermón, muy atento, en realidad, al mínimo arrastre de una silla o al súbito aparecer de dos chavalas/es; deseando, en su fuero interno, como nosotras, que termine ya la santa misa.

Vemos mucha indignación en abstracto, mucho peloteo gratuito al pueblo por un puñado de aplausos -siempre situándose en ese margen facilón de «los de abajo» contra «los de arriba»-, mucho sentimiento impostado y esa milagrosa conciencia social que todos, tal vez por gracia divina, parecen haber adquirido, en igual intensidad y dirección, tras matricularse en el primer curso de la universidad. Lo único que hacen, no obstante, es leer noticias e hilvanar prejuicios, para después hacerlos pasar por pensamientos. Su sueño, el de cualquier hipster: ser cultos y a la vez populares sin dejar de ser interesantes. Todo una operación de ego post-moderno; nada que ver con la poesía.

Dicho esto, que cada cual milite o crea en lo que considere oportuno. En Viuda e Hijos reprobamos una sola cosa; la que nos atañe, la relativa a la  poesía: el hecho de que, en ella, todo: el pop, el compromiso social, el confesionalismo, la canción, la filosofía, el sentimiento, la red social… parece haberse amalgamado en una impostura post-moderna -eso que los cursis que no tienen ni idea llaman «expresarse»-, que puede llevar a pensar que todo es lo mismo y que, por ende, todo es nada.

La calidad ha pasado a ser un atributo tan horizontal que cualquier cosa que se autodenomine cultura ya es tomada como tal. Y si hablamos de algo tan ambiguo y tan fácil de producir materialmente  como «poesía» esto ya se eleva al infinito.

Pero no basta con el hacer, con colgarse una mochila al hombro, irse de gira por timbas poéticas, tocar en un grupo de blues, hacer teatro, bailar si se presta, militar en un colectivo; ser un culito inquieto en definitiva. Hacen falta conocimiento y distinción (esto es, reconocer los modos de expresión por sí mismos y profundizar en ellos) para no caer en la irrelevancia. Sin estos atributos no puede haber valor, y sin valor el arte es simple petardeo.

Versos que cualquiera podría haber escrito, y pensamientos que cualquier otro podría haber tenido: eso es lo que, de resultas, tenemos. Nada que nos haga falta, gracias.

En fin, estamos ante los oportunistas de toda la vida: no se sabe de dónde vienen, hacia dónde van, qué pretenden exactamente ni qué es lo que les atormenta; no hay recorrido, ni pensamiento, solo circunstancia. El oportunista va allí donde el viento sopla; adula a quien conviene y se cree con derecho a dar su opinión sobre todo. Su objetivo es figurar y sabotear causas nobles con golpes de timón que redunden en sí mismo.

Como no podía ser de otro modo, el tono herido y lastimero es la norma en estos nenes: un confesionalismo de bajos vuelos; un yo impostado y afectado, asumido como tono por defecto; ese «hablar lánguido y bonito» que muchos confunden con poesía, y que es mera vanidad retórica, un tomarse demasiado en serio a sí mismo.

Domina el largo poema narrativo: inacabables monsergas ombliguistas que casi siempre versan sobre asuntos pueriles, o esas infumables diatribas filosóficas al estilo de Octavio Paz; largas pejigueras conceptuosas, varadas en tierra de nadie, que no acaban de tener donaire poético pero tampoco relumbre filosófico.

Huir hacia una profundidad que no existe, que se adecúa a uno mismo a cada paso, es un ardid de mal poeta. Aquellos irresolutos, impotentes para el oficio del lenguaje; para la imagen, la sugestión y la sugerencia (tales son las herramientas de la poesía), aquellos, en definitiva, que no aciertan a describir de una vez lo que pretenden, se enredan entre las sombras. En la oscuridad -los noctívagos lo sabemos bien- se camufla mejor la fealdad y, a falta de sexo, bueno es el onanismo (poéticamente hablando).

Lo mismo ocurre con la síntesis, virtud desconocida por estos muchachos. No parecen diferenciar entre un pensamiento poético coherente, cuyo sentido interno requiere un gran espacio para desarrollarse, y una mera explicación, que en poesía es un tanteo, un farragoso circunloquio. La poesía no explica: desvela; la poesía no enmaraña, sino que deslumbra.

Dentro de este confesionalismo general encontramos abundante victimismo de género: una temática vulgar y oportunista a la que, en nuestra opinión, ningún poeta de mínima altura recurriría. Que hoy vende la poesía joven escrita por mujeres, con un punto gamberro y despechado, es conocido. No entraremos aquí en los motivos de este fenómeno, pero basta decir que no es necesario informar a todo un auditorio sobre lo mucho que follas, que lo haces con quien quieres y que aquel cabrón no te merecía. Entérate: no nos importa, y a los pagafantas y amigas que te aplauden, puedes estar segura, tampoco. Hija, no eres la única persona que echa un polvo, y dudamos mucho de que tus sinsabores coitales sean algo tan especial como para merecer ser esculpidos en hexámetros coñísticos.

Otra cosa bien distinta es tomar como excusa un encuentro erótico para llegar a un pensamiento universal a través del lenguaje y el extrañamiento; en eso consiste el fenómeno poético, no en tragarnos tus egoístas, aburridas y predecibles neurosis.

Aunque los años pasan, nada muda la edad ligera: la falsa ingenuidad se perpetúa como un signo de estos tiempos cínicos y decadentes. Que alguien con diecinueve años, en su tierna inocencia, escriba frivolidades de este tipo es adorable. Que lo hagan chicazos y chicazas que, en muchos casos, frisan la treintena, y encima con ínfulas, es penoso. Que muchos de estos pimpollos tengan millones de seguidores en redes sociales, estén en grandes editoriales y reciban el espaldarazo de esos catálogos de venta llamados suplementos culturales es preocupante

Y es lamentable que, por culpa de personajes así, los  buenos poetas (que, como ya hemos dicho, en Caldeirería los hay), aquellos que realmente entienden nuestro tiempo y saben pergeñar su correlato en verso, o aquellos que simplemente tienen un mínimo respeto al secular oficio de la poesía, queden oscurecidos.

Pero nos consuela (y regodea) pensar que, al fin y al cabo, el tiempo acabará por desvelar la miseria. Que, a pesar del empeño de editoriales y  mass media, tanta filfa pequeño burguesa y tanto populismo ramplón terminarán en el cubo del olvido, como sobras de una época marcada por el consumo masivo y la fatuidad sin límites; como una prenda del Pull and Bear o un mensaje en 140 caracteres.

En este sentido, que sigan, que sigan dándose jabón entre ellos: les conviene. La inmadurez siempre es interesada porque -y esto es grave-, desmantelarla supondría adquirir responsabilidades, trabajar en serio y enfrentarse a realidades incómodas. Lo pedestre, presentado con desmayo y huera solemnidad, siempre da réditos, sobre todo cuando hay instituciones dispuestas a darte cera y un público lobotomizado que se traga cualquier cosa que le dicten desde el pesebre virtual. Es mejor seguir durmiendo en los algodones del forever young, rodearse de una corte de pelotillas, sacarse selfies lastimosos y creerse el centro ígneo de los males del universo, por los siglos de los siglos.

Desde Viuda e Hijos despreciamos, por tanto, a estos poetastros de aulario, a estas timbillas poéticas de perroflautas iletrados y al podrido sistema comerical que los ampara. Los despreciamos, ya no sólo por mediocres, sino por demagogos, populistas, y reaccionarios. Madito Knocking on heaven’s door y a la madre que lo parió.

Y ahora, si nos disculpáis, tenemos otra sesión vermú que destrozar.

Fdo. Viuda e hijos.

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manifiesto

Declaración primera

La postmodernidad nos ha consumido.

No queda ya conversación estimulante, poema emotivo u obra bella. Desconocemos lo que amamos, solo tenemos la certeza de lo que aborrecemos. Tememos las propuestas culturales, las asociaciones literarias y los fanzines. Huimos por igual de rancios y vanguardistas. No nos interesan ni la política ni los seminarios. El surrealismo pop y los blogs de gatitos nos dejan indiferentes. Nos revolvemos contra los estudiantes con guitarra e ínfulas, contra el síndrome nihilista, el exceso de ego, la iconoclastia, el marxismo y la insustanciabilidad.

El hastío de lo postmoderno, páramo de ironías y distancias, pose recurrente del relativista esclerótico, no es soportable por más tiempo. El descreimiento ha degenerado en declive; la sensibilidad ha claudicado ante el narcisismo; el arte se ha disuelto en la vida, literalmente. Por otro lado, el regreso a formas pasadas por parte de ciertos papagayos extemporáneos, espectros de sí mismos, condenados a masticar su esterilidad, tampoco es aceptable. Estos ácaros que frecuentan las bibliotecas, apolillando incunables y gramáticas completas, han acabado por producir nuestro estornudo.

No queremos filólogos, pedagogos, profesores de inglés ni nuevos sacerdotes: soplagaitas de academia. Estamos aburridos de nacionalismos tribales, del pensamiento adocenado, del amateurismo, del oportunismo y del rebuzno de los periodistas.

Perdidos entre filosofías putrefactas, víctimas de la democracia del espíritu y la prostitución de la imagen.

Poetastros,

mamarrachas,

blogueros sin talento,

asiduos de certámenes,

aguilillas de inauguraciones -ávidos de vino-,

envidiosos incurables,

petardos,

frecuentadores de tascas,

artistas del collage…

…todo eso somos nosotros.

Ahogados en nuestra propia bilis, he aquí la tabla a la que nos agarramos.

Y a quien no le guste, hay lentejas en la nevera.

Fdo. Viuda e hijos.

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